La noche seduce irremediablemente a jóvenes y no tan jóvenes. La noche es sinónimo de diversión. Como dicen los chicos, de «descontrol». Me interesa desentrañar en estas líneas algunos aspectos de tal diversión, ver hasta dónde se trata de libertad para divertirse y hasta dónde las imposiciones culturales han fabricado un extraordinario negocio.
Los jóvenes siempre se han reunido en torno de propuestas vanguardistas. Basta nombrar los años 60 y todos recordarán el flower power de los hippies. Los del 68, movilizados en París, lideraron el movimiento más impresionante de universitarios contra «el sistema». Jóvenes idealistas, les decían por aquellas épocas. Volvamos a 2023: ¿cuál es el ambiente cultural que rodea a nuestros hijos? Es una cultura dominada por la crisis, con lo bueno y con lo malo. Crisis de todo tipo: económica, educativa, cultural y, sobre todo, de valores. En este último aspecto, a mi juicio, la peor de la historia. En cuanto a lo positivo, es cierto que la crisis producto de la pandemia, revitalizó un aspecto que hoy vale la pena destacar y que no estaba ni cerca de nuestras conciencias: la conciencia de la vulnerabilidad. Existen hoy personas mucho menos egoístas, que comprometen su esfuerzo en proyectos solidarios, y que tienen una valoración muy diferente por el día a día. Y los jóvenes no son la excepción: miles de chicos también forman parte de este entusiasmo por cuidar el planeta, por tener mayor responsabilidad activa en el medio ambiente. Esto es realmente valioso. El lado oscuro de la crisis es la desesperanza: ¿qué futuro me espera? Es una pregunta difícil para contestarse hoy como joven idealista, pero lleno de inseguridades. Luego de la pandemia los seres humanos no le creemos a nadie y los jóvenes no escapan a esta situación. Viven en un mundo de relativismo y de falta de verdad. Más aún, en un mundo sin modelos por seguir. ¿Tienen razones para ser así?
Analicemos, por unos instantes, a los adultos. Vivimos predicando la honestidad y festejamos cada vez que podemos evadir algún impuesto. Les pedimos a los jóvenes que sean alegres y cuando llegamos del trabajo mostramos, a la mesa, nuestras caras de fracaso y de desilusión. Les pedimos que sueñen, cuando nosotros ya no tenemos proyectos. Les hablamos del esfuerzo cuando por redes mostrando cualquier cosa, como una fórmula de conquista y de éxito, consiguen los que a otros les lleva una vida. En este mundo los jóvenes no viven, sobreviven. Tratan de salvarse, de «zafar». ¿Qué joven no desea alcanzar el éxito por medio de algún programa de televisión, que lo saque del anonimato y lo transforme de un día para el otro en una estrella?
Esta necesidad de salvarse en un mundo sin valores lleva naturalmente a una necesidad desesperada por divertirse. Pero esta diversión es un gran negocio. El negocio de la diversión es un fenómeno mundial.
Jaim Etcheverry, en su libro «La tragedia educativa», cita al profesor Neil Postman: «En los Estados Unidos se están entreteniendo hasta morir. El problema no son las drogas o el alcohol, sino la adicción al entretenimiento diario…» Cuando el reconocido pedagogo argentino se refiere a esta problemática, traza un panorama menos alentador, ya que muestra la brecha entre los jóvenes que pueden consumir y los que no. Lo mismo para todos. Esta cultura del entretenimiento, que se dirige hoy a una franja más amplia de edades, también ha igualado las costumbres, especialmente en el consumo de alcohol. Cifras que aumentan, jóvenes que se emborrachan con unas bebidas de muy alto costo o muy baratas y de malísima calidad, sin importar a que clase social pertenecen. Esto es, verdaderamente, un éxito comercial: lograr que todos tomen y hagan lo mismo, que se emborrachen como forma de diversión y que crean que son libres. Entre estadística y estadística, nadie parece preguntarse por qué toman para divertirse o, mejor dicho, por qué para divertirse necesitan tomar.
Un alumno me dio una respuesta muy interesante: «Tomamos para poder hacer lo que no haríamos si no estuviéramos alegres «. Toman para ser. ¿Para ser qué? Para ser quiénes no son, para «estar alegres», porque en realidad no lo están. Los jóvenes viven una enorme angustia vital dentro de esta supuesta diversión. Los dueños de la noche han encontrado una veta muy rentable en esta etapa de la vida en la cual los adolescentes están forjando su personalidad. Han impuesto los modelos: el boliche, las fiestas de egresados (en los boliches, por supuesto; si no, no son fiestas), no vaya a ser que algún descolgado intente hacer un viaje de estudios o suprimir la escala alcohólica antes de entrar en el boliche, lo que sirve para llegar «alegres» a la fiesta (previas). Últimamente se suman a estas “costumbres” el UPD promovido por adultos en la mayoría de los casos.
Como si esto fuera poco, los medios nos bombardean con el modelo que asocia el consumo de alcohol con el éxito. Mal que nos pese, nuestros jóvenes tienen al alcohol como compañero de ruta, y muchas veces éste es seguido por el consumo de drogas.
Empecemos como padres a hablar en serio del problema de la diversión y hagámonos cargo de que no les ofrecemos un mundo en el que lo sano, lo transparente y lo inocente sean valiosos. No ofrecemos alternativas ni modelos por seguir. Nuestros hijos se exponen todos los fines de semana a esta forma insana de manifestación de su «alegría»: emborracharse, drogarse, fumar sin medida, transar (llámase al beso transitorio sin lugar a sentimiento alguno), deambular por la noche. Cuesta creer que sabiéndolo podamos seguir pasivos, engañándonos al pensar que «por suerte mi hijo es distinto». Empecemos por reconocer nuestros errores. Luego, aceptemos que, si bien siempre existió el alcohol, la normalidad con que los jóvenes hoy se emborrachan hace que esta época no sea comparable a otras. Tener jóvenes que no piensan (borrachos) y que no sienten es grave; no se puede subestimar el problema. ¿Qué se puede hacer? Quizá sea lo que más me entusiasma al escribir estas líneas. Mucho. Todo está por hacerse. Los padres tenemos una oportunidad única para comprometernos en una acción de cambio. Algún padre reactivo o iluso pretenderá recurrir al viejo sistema de las prohibiciones. No todo debe ir acompañado por un sí o un no, y esto nos compromete a lo más difícil, que es generar alternativas. Es hora de que los padres recuperen un protagonismo que está perdido o, por lo menos, «tercerizado». Hemos buscado en otros una responsabilidad que nos corresponde a nosotros. Pensamos siempre que alguien -llámese Estado, colegios, psicopedagogos o sabios de moda- va a resolver lo que no podemos resolver en el marco de nuestra propia casa. Es hora de retomar las riendas que hemos dejado de lado. No con culpa, sino por la oportunidad que genera una crisis generacional de la cual, en parte, somos responsables. Nuestros hijos son un negocio millonario que mueve publicidad, modas, imposiciones culturales, alcohol, malas costumbres, decadencia cultural, desesperanza y falta de ideales. Cuando decimos que es hora de hacer algo, no es una idea abstracta, de entusiasmo que muere a los diez minutos. Es un trabajo a largo plazo el que nos espera. Hablo de un cambio cultural que seguramente llevará mucho tiempo y cuyos frutos tal vez no veamos. Pero ¿qué existe más motivador que saber que mi compromiso con el presente asegurará la felicidad futura de mis hijos? «Los niños son los mensajes vivientes que enviamos a un tiempo que no hemos de ver», dice una frase que me ha movilizado mucho. Quizás no lo veamos, pero eso sí, nadie nos quitará lo sembrado.
Lic. Adrián Dall´Asta
Casa del Este